Solo le quedaron ocho

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Fue un poco antes del postre que Luisa empezó a sentir los pies dormidos. Estaban en una de esas citas dobles que organizaba su amiga Mariana y que Luisa soportaba más por solidaridad que por interés.

Pensó que podría haber sido la copa de vino tinto lo que le había caído mal y le pidió al mesero un vaso grande de agua mineral. 

Mariana le dijo, “Si no se te pasa en diez minutos te llevo al hospital, ¿qué tal si es food poisoning y aquí mismo te me mueres?”

Luisa no estaba preocupada por morirse ahí mismo, sino porque sintió como uno por uno se le fueron despegando los dedos de los pies. Cuando se asomó por debajo de la mesa vio cómo los pequeños trocitos de uña y carne corrían por el restaurante cual tiernos y juguetones ratoncitos bebés. No sintió dolor, y se consoló al recordar que traía un perfecto pedicure francés.

Al mismo tiempo que Luisa le enseñaba a Mariana como sus rosados dedos correteaban por el piso del restaurante, vio como el capitán de meseros se agachaba discretamente a recoger uno de los dedos que se había quedado atorado en la esquina de la alfombra y se lo metía en la bolsa del pantalón. 

Luisa no alcanzó a ver bien cuál dedo era, pero asumió que habría sido el dedo gordo del pie izquierdo, que no era muy ágil ni siquiera cuando estaba pegado al pie. 

“Ese es el dedo con el que siempre me pego en la orilla de la cama, sé que es un poco torpe, pero igual lo quiero”.

Cuando Luisa intentó pararse para pedirle al mesero que le regresara su dedo, no pudo. No solo porque sin los dedos gordos de los pies no tenía forma de mantener el equilibrio, sino porque sin dedos, los pies, se le resbalaban de los zapatos. 

“Ve tu Mariana, please”, pero en lo que Mariana caminaba discretamente detrás del capitán de meseros, este ya había dado la orden a los demás meseros de atrapar a los pequeños escapistas que, aunque era claro se trataba de dedos y no de roedores no podía dejar que siguieran correteando por el piso del restaurante. 

El problema se agravó cuando el dedo chiquito del pie derecho de Mariana se le resbaló de las manos a uno de los meseros y cayó en la sopa de uno de los comensales que al intentar tragarse lo que creyó era un delicioso crouton empezó a ahogarse. Por más que intentó toser, toser y toser, cuando el comensal adquirió un color púrpura intenso Mariana le aplicó la maniobra de Heimlich hasta que por fin lo escupió. 

Cuando Mariana recogió del suelo al accidentado dedo meñique, estaba todo masticado, y no se movía. “Está muerto”, concluyó Mariana. Luisa lloró. 

En cuanto el comensal una vez púrpura, después verde del asco y finalmente rojo del coraje se recuperó del susto, empezó a gritar, llamó a la policía y a los bomberos. Algunos de los clientes del restaurante discutían mientras Luisa seguía sin poder levantarse de la mesa y otros comensales como los dos chicos que venían con ellas, estaban tan interesados en sus teléfonos celulares que no se dieron cuenta de nada de lo que había pasado.  

Mariana ya había recuperado siete de los diez dedos de los pies de Luisa, y uno a uno se los fue pasando. Con mucho cuidado Luisa se los fue poniendo de regreso. 

El dedo medio del pie derecho nunca apareció, siempre había sido un poco rebelde y quizá se había fugado buscando escapar a otro país y conseguirse un amante. 

Con ocho de sus diez dedos, incluidos sus dos dedos gordos, Luisa finalmente se pudo poner de pie. Llevaba en sus brazos envuelto en una servilleta blanca a su meñique muerto al que tendría que dar cristiana sepultura al llegar a casa. Como vivía en un departamento decidió que la maceta de las orquídeas sería un buen lugar para enterrarlo. 

El capitán de meseros se ofreció a acompañarla.   

Mariana regresó a su mesa y una vez que el cuerpo de bomberos y el de policía se retiró del lugar llevándose al comensal purpúreo al que acusaron de borracho, siguió cenando tranquilamente y aunque no volvió a salir con esos dos amigos, disfrutaba recordando aquella noche cuando llegaba a encontrárselos en la ciudad, eso sí guardando un poco de respeto por el dedo caído y por Luisa que nunca más pudo volver a usar zapatos abiertos.

Luisa quien no creía en el amor acabó locamente enamorada del capitán de meseros, quien cada noche antes de dormir le besaba uno a uno, no solo los restantes dedos de los pies, sino también los dedos de las manos, y que se aseguraba de no darle nunca de beber vino tinto para evitar esa extraña reacción que empezaba por dormirle los dedos de los pies y terminaba por llevarse al capitán de meseros a su casa. 

Y aunque todos los días se entristecía al pensar en su dedo meñique, había decidido aprovechar sus lágrimas para regar la maceta de la orquídea que, con el sentido líquido, floreaba bella, como nunca antes había floreado.

elena felix likes how her name looks in writing with no caps. Her work has appeared in Vestal Magazine and Cease Cows among other publications. She studies writing at the Extension Writers Program at the University of California Los Angeles. When she is not writing, she spends all her time working at an animal sanctuary.

Photo by Alicia Christin Gerald on Unsplash

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