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Es el sulfuro que primero penetra nuestras ventanas. En los ojos de Bastián veo el reflejo de un baile resplandor rojo y dorado, y un calor que llega hasta nuestros cachetes. Bajo el volumen del playlist que nos ha traído hasta acá, tan lejos de casa, y observo como la lava fluye en su canal y se come todo en su camino: piedras y lodo, plumas de unos pájaros que pudieron escapar, huellas de patas y garras, una calzada ya recorrida por esta misma lava hace cientos de años. Cuando el volcán Cotopaxi vomita todo lo que tiene dentro y sus venas de páramo se llenan de magma, noto como llora, como chilla con nubes de cenizas y lágrimas de relámpagos, y pienso tal vez llora por nosotros.
Bastián sale del auto aunque le pedí que no lo haga. Estamos estacionados a una distancia segura, me había prometido, pero siento el fuego en mis párpados. Este paseo fue su idea. Un último tour por nuestros Andes antes de irnos fuera del país para la universidad. Hace doce años hicimos el mismo viaje con nuestros padres. Así que es tradición, insistió. En aquel entonces, Cotopaxi no estallaba ni derramaba sus entrañas sobre nosotros. La foto que me mostró mamá del viaje retrata a Bastián, JuanFer, y yo sentados en una piedra con chompas de los noventas y lentes más grandes que nuestras caras y un volcán atrás nuestro dormido.
Dale, que no te va a pasar nada, me dice ahora Bastián, su cuerpo ya pisando tierra caliente. Coloca su pelo rojo en una cola baja y se tapa la nariz con la manga de su camiseta.
Atrás mío está JuanFer quien también se quita su cinturón de seguridad y pone su mano fría sobre mi hombro. Vamos, Valen, me susurra, que esto solo se ve una vez en la vida.
Nuestro paseo de fin de curso empieza con un volcán que nos solloza y lagrimea fuego. Viajamos desde Quito horas después de que el anuncio salió en las noticias: el volcán Cotopaxi está preparándose para una explosión. Mamá mencionó algo de como esto haría que el mundo solo siga subiendo en temperaturas y que los glaciares sigan derritiéndose, y yo le pregunte algo como que pero qué culpa tienen los volcanes?
Ese instante, JuanFer mandó un mensaje al chat del grupo proponiendo salir antes para admirar la explosión y tal vez morir en el intento. Mientras yo escribía Tengo mied–, Bastián respondió De una.
Parada en frente del Cotopaxi, entrelazo mis dedos en el bolsillo grande de mi chompa, y el cielo de cenizas cae sobre nosotros, bañándonos de gris. En la distancia, vemos como un zorro andino, color candela naranja, examina nuestro paisaje de liquen y hongos y flores y luego, como si también lo lamentara todo, se acuesta lejos de la lumbre del Cotopaxi y duerme. Bastián agrupa unas piedras en su mano y las lanza hacía el animal que reposa. JuanFer se ríe.
Ya, déjenlo en paz, les pido.
Nos acercamos al auto de Bastián de nuevo, y esta vez no subimos el volumen de la radio. Entre respiros, escuchamos como las llantas se resbalan en el lodo y barro de un ser que cada cientos de años llora. En el retrovisor noto como mis pestañas se deshacen en gris y se disuelven en mis mejillas porque también soy ceniza de volcán.
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En el camino a la laguna Quilotoa, nuestra segunda parada del viaje por carretera, notamos como la nube de hongo del Cotopaxi se dilata y nos sigue. Tal vez esta cortina de gris nos cubrirá hoy noche mientras acampamos en otro volcán. Ahora nos acercamos a una caldera, a una boca de un volcán extinto, una bestia que en algún punto de nuestra historia chilló y gritó y estalló. Cuando al fin se calló, un lago de agua azul fosforescente llenó y ahogó su boca, y hace doce años yo estaba aquí con JuanFer y Bastián y nuestros papás, todos remando en kayaks esperando a ver si nos tragaba Quilotoa en un mordisco.
¿Se acuerdan que tomamos agua de la laguna hace mil años? pregunta JuanFer, sus rodillas arrimándose en la parte de atrás de mi asiento y apuñalándome.
No jodas, ve, le digo, y le aleteo a sus piernas con mi mano.
Sí, responde Bastián, sí me acuerdo.
Yo también me acuerdo, añado, y me sorprende que no nos morimos.
Siempre tan paranoica, Bastián me dice.
Bastián estaciona el auto en un terreno vacío. Donde antes prosperaban pasto y plantas del páramo, ahora sucumben nubes de tierra marrón, y el polvo se levanta como un tornado acogiéndonos. Abrimos las puertas del auto, y miro como los bigotes rojos de Bastián recogen tierra. Ya no reconozco a el Bastián de la foto que me enseñó mamá, el Bastián que escondía rocas volcánicas en mi chompa y no me daba cuenta y luego yo pesaba mil libras, el Bastián barba roja que una vez besó mi quijada cuando me tropecé con las raíces de un árbol de pino aquí en este desierto andino, mi bestie Bastián. Caminamos hasta el borde donde un gran anuncio dice Bienvenidos a la laguna del cráter Quilotoa de 9kms!
¿Y la laguna? Pregunta JuanFer. No sé si el sol está demasiado brilloso o si me estoy volviendo ciega. Pero observo un charquito de agua y apunto al centro de la boca del Quilotoa con mi dedo índice.
¿Qué le pasó al agua? Pregunta Bastián.
Desapareció, le respondo.
Se evaporó, teoriza JuanFer.
Vemos como dos o tres burros todavía caminan hacia fondo de la caldera, sin turistas en su lomo. JuanFer me pasa su termo repleto con aguardiente y tomo un sorbo. Cuando el líquido quema mi garganta, comenzamos la bajada: esta boca desierta se come nuestros pasos, y el viento elimina el rastro de nosotros. Cuando llegamos a lo que antes era un océano volcánico, suspiro. En frente nuestro hay un charco en donde varias moscas se sumergen. Caminamos sobre una tierra agrietada, llena de fisuras, de cicatrices.
No queda nada, digo en voz alta.
Otras partes del mundo inundadas, y nuestra caldera sin agua, dice Bastián. Le paso el termo de licor a Bastián y comenzamos a armar el campamento. Hablamos de que si vale o no tomarnos una foto aquí para el Insta, para el hashtag de Doce años después pero pensar en este desierto como fondo nos calla.
Hoy noche, mientras Bastián juega con la fogata que no debería estar aquí, debería estar hundida bajo la laguna, y a la vez que JuanFer se acuesta boca arriba y con sus ojos color miel observa nuestro cielo ecuatorial, me siento en la carpa y me quito mis medias y noto como mi piel morena también se deshace en un polvo gris y las fisuras y rajas tan profundas en mi ser se abren, y me deshago yo también.
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Llegamos a Los Illinizas hace poco. Estamos chuchaqui y acostados en un páramo seco. Nuestras cabezas topan, los tres formamos un triángulo. Acá, nuestros padres nos tomaron una foto así: chiquitos, con jeans bastante azules, nuestros ojos cerrados, y sonriendo con dientes chuecos y algunos faltantes, acostados sobre un césped que respiraba. Ahora, doce años después, igual seguimos con jeans, con dientes mejorados por brackets, y recostados en un pasto amarillento y marchito.
Los gemelos volcanes Illinizas nos vigilan desde arriba. Los gemelos no han tenido nieve por más de cinco años, desde que Guayaquil comenzó a llamarse Guayakill no solo por su narcotráfico, pero también porque regresaron los piratas: ya hundida, la perla del pacífico ahora es su propia Venecia.
Así fue que vimos el cóndor esa vez, ¿se acuerdan? les pregunto. Sonrío al ver cómo una nube tapa al sol que nos achica los ojos.
Ni cagando vemos otros, Bastián responde. Pero lo bueno es que si me voy a broncear antes de mi viaje, dice, y se quita su camiseta, revelando un abdomen blanco, pelitos dorados, pezones rosados.
Te vas a quemar, le advierto. Ponte bloqueador, le ofrezco un tubito que guardo en mi mochila.
Nah, me dice. ¿Y vos, JuanFer? Le pregunta.
JuanFer se sienta, pedazos de césped muerto pegado a su espalda, y cuando se quita la camiseta, revela una constelación de lunares en su lomo.
¿Me pones? Me pregunta JuanFer. Me paro y deslizo hacia él. Caliento mis manos con mi aliento olor aguardiente y coloco el bloqueador blanco en su espalda color tierra.
Ahí está pues, nos dice Bastián. Con sus manos crea una cámara con flash y dice Clic! La foto de doce años después, sonríe. Camina hacia el auto y comienza a sacar nuestro toldo.
¿Crees que es cierto? JuanFer me pregunta. Uno sus lunares con mi dedo índice y con mis palmas esparzo el bloqueador. Es tan cálido.
¿Qué cosa? Le devuelvo la pregunta.
¿Que ya nunca más vamos a volver a ver a un cóndor? Cuando dice cóndor, se da la vuelta, y me encuentro con manos blancas y brillosas en el aire y la cara de JuanFer tan cerca a la mía.
Creo que el cóndor que vimos cuando éramos guambras fue el último que vamos a ver en nuestras vidas, le admito, y miro el rosado de sus labios.
Qué lástima, me dice. Oye, Valen.
¿Si?
¿No estás triste de dejarlo todo, de dejar a nuestro país? Me pregunta. Escucho mis latidos en mis oídos, y quiero responderle que Sí, ahorita si me da tanta lástima.
Pero en vez, le respondo, Todo ha cambiado, tal vez es hora de que nosotros también. JuanFer se da la vuelta de nuevo, y noto cómo de sus lunares tan cafés nacen plumas color obsidiana.
Luego, en el atardecer, tomamos más aguardiente, lo último que nos queda, y cada cuanto nuestras miradas se dirigen hacia arriba, hacia un cielo y un universo que es testigo de todo lo que hemos dañado. Nuestros ojos buscan por el gran cóndor andino y solo nos encontramos a nosotros, aquí, en los Illinizas, solos, lejos de Quito y lejos de lo que alguna vez fuimos. Las flamas de la fogata parpadean, y sus sombras juegan con la luz de nuestras caras. Con cada baile, observo como la cara de Bastián cambia: su nariz y boca crecen un hocico, sus bigotes ahora largos, sus dientes grandes y afilados. Muerdo los malvaviscos derretidos y todo me sabe a sulfuro.
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El glacial del volcán Cayambe colgaba de su pecho, y, con los años, comenzó a deslizarse. Poco a poco, el enorme pedazo de hielo llegó al mismo pueblo nombrado en honor a su volcán, y luego se derritió, ahogando a la plaza central, el mercado, y una escuelita. Lo vimos desde Quito por las noticias. Tuvimos años para salvar al pueblo Cayambe y no lo hicimos.
En el único parque de Cayambe que no está inundado, un señor en su triciclo vende Agua de glacial. Compro tres botellas, pongo mis dólares en sus manos arrugadas por el sol, y camino hacia JuanFer y Bastián. JuanFer se rasca la espalda con sus uñas, sus manos cada vez más garras y talones y menos como las manos que sostuvieron las mías en aquella noche en un paseo a Cayambe de guambras cuando tenía tanto frío. Bastián y su trompa roja de zorro abren la botella de plástico con sus dientes afilados. Me siento entre los dos, entre mis amigos de toda la vida. Coloco mi cabeza en el hombro y ala de JuanFer y miro a su plumaje nacer. Abro mi botella con lo que me queda de mis manos: al topar la botella cristalina contra mi labio de cenizas, desaparezco con el viento.
Ana Hurtado is a speculative fiction writer and a Clarion West 2022 alum. Her work has been published by The Magazine of Fantasy & Science Fiction, Strange Horizons, Uncanny Magazine, among others. LeVar Burton read one of her stories for his podcast LeVar Burton Reads. She is a professor of creative writing at Universidad San Francisco de Quito in Ecuador. You can find her via her website www.anahurtadowrites.com or on Twitter at @ponciovicario.
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